Escrito durante los días de pandemia mundial -que finalmente le costó la vida en junio de este año-, el último libro de Horacio González expresa la profunda convicción de salir al rescate del humanismo historizándolo, siguiendo sus recorridos intelectuales en el siglo XX pero atento a sus linajes y ramajes, para postular finalmente un humanismo crítico para un tiempo donde el riesgo se ha universalizado. Humanismo, impugnación y resistencia (Colihue) -del que aquí se anticipa un fragmento- es el legado, tan inesperado como ineludible del ensayista y maestro que hasta el último momento siguió pensando cómo atravesar una de las épocas más oscuras de la humanidad apostando siempre a las lecturas, la memoria, el lenguaje del diálogo y el intercambio cordial.
¿De dónde proviene el azoramiento? De la intuición, apenas esbozada, de que la posibilidad de un agotamiento simultáneo de los recursos de la naturaleza surja de una responsabilidad humana mal asumida, por la cual lo humano puede sumergirse en las tinieblas de su incapacidad de resolver por sí mismo y de manera colectiva los dilemas de la existencia material y simbólica. Estos dilemas provienen de la noción de que, llegado a un límite el modo de autoproducción de la subsistencia, aparecería una instancia tecnológica que actuaría ampliando la secuencia temporal de reproducción de la vida, cada vez que esta parezca estrecharse por el deterioro de los recursos existenciales, tanto técnicos, como energéticos y alimentarios. Las innovaciones tecnológicas son recibidas con entusiasmos populares masivos. Pero hay también una pequeña historia de resistencias. Debe computarse, entre tantas, una famosa resistencia a la adopción de nuevas tecnologías, las que caracterizan el mundo de la industrialización que se abre con el desplome del taller artesanal, la economía cooperativa simple y el gabinete del alquimista. En tal resistencia adquirieron una curiosa notoriedad los que fueron llamados luditas de Nottingham, que comenzaron a actuar hacia el año 1811. Se hallan en el punto justo entre la rebelión contra las maquinarias textiles y la lucha por mejores condiciones laborales. Pero pasan a la memoria de las acciones movilizadoras de los gremios como un evento cuyo arcaísmo residía en la absurda ingenuidad de elegir quebrar las maquinarias del progreso, antes que extraer del mundo que ellas abrían mejores condiciones laborales y utopías de formación de nuevas relaciones entre los “libres productores”.
La idea de que al socialismo se le debía sumar la electricidad, más de un siglo después del gran mito de los destructores de locomotoras y telares mecánicos, indicaba que por fin había un rumbo en el cual la vida obrera podía considerar que la cultura socialista que de ella emanaba habría de ser el receptáculo adecuado de las innovaciones tecnológicas, resumidas en la electricidad como el capítulo más rutilante de la historia de la energía como inductora esencial de las estribaciones por las que favorablemente iba atravesando la humanidad toda. De ahí en adelante las reservas morales, ante el avance de las fuerzas productivas, quedaron contenidas en una elite intelectual que hacía valer una urdimbre romántica en la condición que todo hombre o mujer cultiva, sin importar que se filiara a la corriente artística así llamada, sino que fuera alcanzada por una sensibilidad hacia el pasado cuya arquitectura espiritual era mancillada. No solo la introducción de la máquina de escribir ante la pluma, la tinta y el papel originó formas líricas de resistencia en famosos escritores.
Desde el punto de vista del paisaje y del urbanismo, hubo las mismas reacciones en notorios intelectuales de la época ante la construcción en Francia de la Torre Eiffel y en nuestro país ante la inauguración del Obelisco. Era la racionalidad urbanística hiriendo el bucólico trazado irregular de las ciudades de larga historia. Estos problemas de pasaje de una tecnología artesanal caligráfica a la máquina de escritura, y luego a los llamados “procesadores de texto”, están por verse y por estudiarse, el modo en que esas mutaciones fueron correlativas a los simultáneos cambios estilísticos en la escritura y la lectura. Desde luego, todo cambio tecnológico divide al cuerpo de profesores y críticos de una comunidad. Al que destila su melancolía, rencorosa o no, evocando la franja anterior a las tecnologías triunfantes (los que coleccionan discos de vinilo, las agrupaciones de automovilistas que manejan piezas fabricadas en 1910 y se visten con antiparras de época, los que proclaman que nunca leerán textos digitales y se apegan a la escrituras en papel como monjes medievales), se le oponen los jóvenes iconoclastas y sarcásticos –para épater a las “viejas generaciones”–, ensayando no pocas veces interesantes experiencias artísticas sobre la base del mundo digital que se apoderó de los signos, las escrituras e incluso de los itinerarios de vida. Una forma de resistirles es tomarlos en solfa. Aprovechar la intrusión de los correctores automáticos de texto que se anticipan tozudamente a lo que queremos decir escribiendo ellos en nuestro nombre, para aceptar el juego y enviar textos “mitad humanos y mitad maquinísticos”, que resultan así de naturaleza patafísica. Experiencias más avanzadas consisten en escribir novelas que poseen algoritmos que, cada vez que se envían digitalmente, mudan aspectos de la trama, con lo cual se revela una suerte de escritura automática pero mutante, lo que queda como resultado del intento humano de doblegar, con ficciones propias, aquellas que las máquinas van aprendiendo para que un día glorioso y abominable, según se vea, sean ellas las que escriban por nosotros y sus “correctores” no nos dejen más enmendar el giro maquinístico de un texto para darle los declives que nosotros mismos habíamos previsto. Ahora bien, ¿estamos contentos con estas posibilidades? ¿O se trata de un pseudo-automatismo surrealista que le permite reír a quienes se imaginan que serán los nuevos talentos que suplantarán las ánforas quebradizas de la literatura clásica, aliados con Mark Zuckerberg antes que con Hermann Broch o Néstor Perlongher?
Suele entenderse que la vía del desarrollo tecnológico empalma con un régimen de causalidad coherente en sus diversas etapas. Una linealidad uniforme sin sobresaltos daría un fácil veredicto de necesidad a todas las novedades que se van agregando a los usos técnicos ya disponibles. Pero se pasaría por alto que la noción de capitalismo, como violentación y alienación de la forma trabajo, no suelta de sus manos las inclinaciones hacia la innovación técnica, de modo que esta no sea la que corresponda bajo el supuesto momento que un “tiempo histórico” le destine y sea conjurada. Tanto en el caso de un automatismo que crea operar por determinismo tecnológico puro y de un salto para el cual no estén preparadas las bases financieras y de comercialización, o que proponga descubrimientos que la trama del capital no sienta por el momento que deba subsumir, según el famoso verbo con el que una materia floreciente de cualquier índole, sea una materia prima del objeto terminado o, lo mismo, el propio lenguaje, sea bautizado para su vida verdadera, recién cuando lo toma a su cargo la reproducción del capital de un modo orgánico. Ese es el modo esencial del cauce ontológico del capitalismo. Pero toda tecnología establece también una manera incierta y tácita de lucha con la determinación del Capital, cuya voluntad no es la de un humanoide sino la de una máquina que reticula los tiempos en que tiene sentido la producción y la reproducción financiera de la propia producción. Primero, esta determina a aquella, pero luego la razón financiera va a devolver un determinismo aún más ineluctable a la producción.
Pero los efectos del capitalismo reposan en sus misteriosas abstracciones, mientras que los de las tecnologías son visibles en la mutación de los modos fenoménicos del existir común. La aceleración de los transportes, las máquinas de reproducción de imágenes y la red de plusvalía digital van en paralelo con el aflojamiento de los vínculos religiosos en el domus familiar, y lo que ahora se festeja, como pionerismo en el primer cruce del Atlántico en avión o el primer navegante solitario que dio la vuelta al mundo, se ha transformado en un crecimiento de las empresas de viajes aeronáuticos que recorren una telaraña de itinerarios controlados por miles de radares en el aire y por visores que auscultan con rayos infrarrojos las valijas de los pasajeros. Estos hechos son vistos como asombros técnicos en nombre del intervínculo entre países y seres humanos, tanto asociado al turismo, al comercio, como a la guerra –cuestiones que se conectan pues actúan bajo las mismas armazones de las ciencias de la relativización de la relación del tiempo con la distancia–, lo que hace posible que una exigencia bélica permita dar un nuevo salto de la materialidad científica. Al mismo tiempo, en otro plano, pasó a ser un hecho, incapaz de provocar ya ninguna sorpresa, la cantidad de cuerpos sometidos a la presurización para un vuelo aeronáutico. Pero a partir de estos eventos usuales surgen experiencias ostensibles en torno al comportamiento molecular masivo en situaciones de exigencias ya prefiguradas.
Basta escuchar las instrucciones pautadas del personal de un vuelo comercial para acatar las señales que indican cómo abrochar cinturones o usar máscaras de oxígeno en las mencionadas ritualmente como “probables situaciones de emergencia”. Son instrucciones universales para entender que el goce de una ventaja en términos de celeridad exige un tipo de prevención que regimenta movimientos durante el lapso en que verificamos el ahorro de tiempo. Pero tal ahorro no se computa en ninguna alcancía ni cuenta bancaria sino en nuestra percepción de lo real, donde inevitablemente lucharán las poéticas del desafío a la gravedad, gracias a poderosos motores, con la relativización de la antigua noción de aventura.